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J.A. Duce |
Si los arcos ojivales de las iglesias pudieran mostrar lo que han albergado a lo largo de los siglos, si los rosetones hablasen y si las cúpulas resguardasen el eco de las voces que han rebotado en sus nervios, manteniendo una conversación, en ocasiones comprometida…
La arquitectura es la ciencia del diseño en la construcción de edificios y otras estructuras físicas, así como el espacio interior y externo de las mismas. A lo largo de la historia, como en todas las disciplinas artísticas ha sufrido cambios de concepción, la aparición de nuevos dogmas y su supresión. Una vorágine de características visten las construcciones de cada recodo del planeta.
Todo ello permite a historiadores, documentalistas e incluso nosotros mismos, trasladarnos a épocas pasadas y conocer costumbres, gustos, manías, preocupaciones, miedos idolatrías y obsesiones de los habitantes de la época evocada.
Cuando viajamos a cualquier sitio del mundo, podremos establecer una primera idea contemplando sus edificios religiosos, que en épocas pasadas, eran uno de los pocos soportes artísticos para los más creativos. A través de sus estructuras y atendiendo a su estilo, podemos conocer quiénes fueron los primeros habitantes, aquellos que la construyeron, quiénes tomaron el poder y qué modificaciones hicieron para adaptarlo más a sus hábitos y, en definitiva, las distintas épocas por las que ha pasado la población que alberga el templo.
Sin embargo, hay quien pretende retorcer un poco más las cosas y aplicar la máxima de que nuestra imagen la proyectamos nosotros mismos, alegando que si las iglesias poseen sinuosos pasillos, infinitos corredores, tortuosos recovecos e imposibles y oscuros laberintos, es porque así es la iglesia. En ideologías ya no entro, pero me parece una interesante reflexión a tener en cuenta.
Aunque es cierto que cada vez hay menos, por la institución del estado laico, la multiplicidad de fe y la pérdida de valores tradicionales basados en la religión, ¿se han parado a mirar los nuevos edificios de las iglesias? Son anodinos, minimalistas, muy luminosos, tan apenas poseen las curvas, sinuosidades o tortuosidades comentadas anteriormente.
Probablemente este cambio arquitectónico se deba a una adaptación por parte de la institución religiosa y del urbanismo de la ciudad en la que se ubica la construcción a los nuevos canónes arquitectónicos, en los que prima la simplicidad y la limpieza y transparencia. Sí, probablemente sea sólo eso. Pero no podemos pasar por alto la morbosa y maliciosa idea de que la iglesia esté aprovechando esta circunstancia para proyectar una imagen limpia, transparente, blanca y pura, en contraposición con la mala imagen acumulada en las últimas décadas…
Piénsenlo y nos cuentan. Y si quieren echar un vistazo a la iglesia de Santiago el Mayor, en Zaragoza, para dilucidar sus secretos, les recomiendo el libro que alberga esta fotografía: “Santiago, el Mayor”, de José Antonio Duce y sus compañeros de la Real Sociedad Fotográfica de Zaragoza.
4 Comentarios. Dejar nuevo
Muy buena reflexión.
Un cordial saludo