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No deja de resultar chocante que los mismos que aseguran que no les importan en absoluto las intimidades de Belén Esteban y tildan de “vergonzosos” a los programas del corazón no tengan el más mínimo reparo en exhibir los pormenores de su vida privada en las redes sociales o mantener a voz en grito conversaciones “personales” por el móvil en lugares como el autobús.
Y es que ya no importa tanto si nos sentimos felices o tristes como que lo sepan nuestros contactos del Facebook y comenten nuestro estado o nos regalen un “me gusta”. Aunque, eso sí, no es nuestra vida lo que mostramos en las redes sociales, sino una versión “maquillada” de la misma: las fotos en las que salimos guapos, los cientos o incluso miles de amigos que tenemos (con más de la mitad nunca nos hemos tomado una caña)… Y aún siendo así, no son pocos los problemas personales que ocasionan estas redes, debido a la falta de criterio o de mesura a la hora de seleccionar qué dejamos ver de nosotros mismos: infidelidades descubiertas, personas que no se atreven a subir fotografías de su actual pareja porque su “ex” es su amigo en Facebook, etc.
Hemos perdido el pudor. Y los culpables no son sólo Facebook, Tuenti o Twitter. También lo es el teléfono móvil, del que la mayoría no se separa en ningún momento del día. No nos ruboriza mantener conversaciones del tipo “el mes que viene me opero las almorranas” o “no soporto a la lagarta de mi nuera” en espacios públicos como el autobús, la oficina, los pasillos de un hospital… El tono del móvil delata nuestros gustos musicales y por si fuera poco, algunos incluso “comparten” los super hits que guardan en la memoria del teléfono haciendo uso del reproductor de música sin auriculares.
Y esta falta de pudor a la que me refiero se traduce en situaciones del todo rocambolescas. Hace unos días, el taxista que me llevaba a casa comentaba con otro compañero radioaficionado que una clienta se le había insinuado sólo unos minutos después de despedirse de su novio en la puerta del taxi, sin plantearse si quiera por un segundo que la conversación podía resultarme incómoda:
-“¿Y estaba buena?”
-“Era más bruta que un arado. De las que me gustan a mí”.
Lo dicho. Todos vivimos en un gran plató de Sálvame.