![]() | |
Cada vez que llegan las vacaciones estivales vuelvo por unos segundos a mi niñez. Recuerdo perfectamente ese último día de cole, en el que no hacía absolutamente nada y me importaba un pimiento haber suspendido ocho que ochenta: estaba de vacaciones.
El primer día de relax siempre empezaba bien. Me levantaba tarde, comía cuando quería, me iba a la piscina y me llenaba la tripa de chuches hasta reventar. El segundo día ya no era tan divertido. En mi casa consideraban que era el momento perfecto para llevarme a Hechos y Dichos (un grande de Zaragoza) y comprarme toda la colección de los clásicos Cuadernillos Rubio y Vacaciones Santillana.
En ese momento comenzaba mi tortura, mi martirio y el final de mi felicidad. Nunca más, en todo lo que quedaba de verano, me iba a poder levantar tarde. Empezaban los madrugones, las amenazas y los sobornos para poder divertirme.
El día comenzaba tal que así: venga desayuna y, después tienes que hacer por lo menos dos páginas de caligrafía. Total que desayunaba a mi ritmo y, por supuesto, hacía los “cansinos” deberes también a mi ritmo. Tan a mi ritmo, tan a mi ritmo que nunca, jamás, terminé ni uno sólo de esos infumables cuadernillos que lo único que hacían era fastidiarme el verano a mí y a mi familia.
Hace poco decidí comprarme unos e intentar acabarlos, pero ya por orgullo. Os aseguro, que 20 años después, sigo sin poder poner el punto y final a Rubio y Santillana, lo que nunca he podido entender es como los padres siguen prefiriendo que su hijo sea el “repelente niño Vicente” a disfrutar un poco de los suyos.